Sí, Alemania sigue siendo racista

Fotografías de Mary Traxler

Black Lives Matter ha salido a las calles de Berlín a transmitir un mensaje muy claro: Alemania todavía es racista, y por ello es necesario organizarse contra un pasado colonial y contra un presente de discriminación y violencia.


Es un día tranquilo y nublado. Llegamos a Mohrenstraße, en pleno centro de Berlín, donde activistas de Black Lives Matter han convocado una manifestación. Antes de que la plaza se llene de gente, destacan aún las estatuas de Leopoldo I y Jakob von Keith, generales prusianos que hoy deciden darle la espalda a esta concentración. Mientras los cánticos suenan, prefieren mirar hacia el oeste, donde un día descansaron sus dominios.

Black Lives Matter nació en Estados Unidos ante la violencia policial contra la población negra y en protesta por la absoluta impunidad de la mayoría de los policías acusados. En una sociedad estructuralmente racista y ante la ausencia de justicia, familias y comunidades llevan organizándose desde 2012 contra la violencia y la injusticia que sufre la población negra. Sin embargo, la marcha por Berlín no pretende ser únicamente en solidaridad con el movimiento en Estados Unidos; la voz tras el megáfono nos explica que su objetivo es arrojar luz sobre el racismo de la sociedad alemana.

El racismo es una parte dolorosa y continua del día a día de la población negra en Alemania”, explican los convocantes de la marcha, “y sigue presente: en la discriminación, en los nombres de las calles; en las leyes de inmigración, la educación, los medios de comunicación; en el debate sobre los refugiados, así como en el acceso a la vivienda y a los puestos de trabajo”, y afirman, “el racismo (la violación de nuestra dignidad y nuestros derechos humanos) no será tolerado».

El primer ejemplo de este racismo es la calle en la que han convocado la manifestación: Mohrenstraße («calle de los moros»). El nombre viene de lejos: Friedrich Wilhelm I, rey de Prusia, vendió una parte de sus colonias a los holandeses y recibió a cambio una docena de esclavos que acomodó en un edificio de esa calle. En la ciudad que derribó por igual estatuas de Hitler y de Stalin argumentando que no eran historia sino apología, uno se pregunta si la conservación de estos nombres y estatuas coloniales no revela carencias en la revisión de esa época histórica. Y para los alemanes, que tienen una palabra sólo para esta actividad (Vergangenheitsbewältigung, “enfrentarse críticamente al pasado”), eso es mucho decir.

La marcha comienza y nos alejamos de la Wilhelmstraße, una calle que antes de alojar el racismo genocida del régimen nazi conoció otro tipo de racismo. En el número 77 de esta calle, Otto von Bismarck recibió a otras 13 potencias coloniales para repartirse el continente africano en la llamada Conferencia de Berlín, organizada por Francia y Reino Unido. En ese lugar, ahora señalado por una pequeña placa que ningún turista encuentra, se planeó la división geométrica de un continente y el equilibrio necesario para expoliarlo. Nos alejamos de estos oscuros hitos movidos por la música que dirige la manifestación.

Más allá de la historia del imperialismo, a través de un megáfono nos llegan palabras que hablan del presente. De las deportaciones, de la violencia de la ultraderecha (y la complicidad de la justicia y de las fuerzas de seguridad del estado), de la discriminación en controles de aeropuerto y especialmente de la desigualdad estructural que sufren algunas comunidades migrantes. No debería sorprendernos, entonces, que el paraíso postracial y «multikulti» de la Alemania reunificada haya sido recientemente acusado por las Naciones Unidas de «racismo estructural».

El discurso que corta el viento de esta tarde apacible habla de la necesidad de organizarse en Europa frente al auge de la ultraderecha. Las palabras que acompañan nuestro lento camino por las calles son de abierto rechazo al racismo y de crítica a la mirada colonial que aún persiste en la sociedad alemana. Presente y pasado. También dicen, sin embargo, que no se nos debe olvidar conjugar otro tiempo verbal, aquél que pertenece a los niños y niñas que también corretean entre adultos en la manifestación, aquél donde tiene lugar el juego político de sus vidas: el futuro. Ahí es donde el pasado y el presente deben convertirse en algo nuevo: el futuro es el único tiempo verbal que sigue estando en nuestras manos.

Revista Desbandada